miércoles, 24 de abril de 2019

167. Del amor

Cuando el amor os llegue, seguidlo.
Aunque sus senderos sean arduos y penosos.
Y cuando os envuelva bajo sus alas, entregaos a él.
Aunque la espada escondida entre sus plumas os hiera.
Y cuando os hable creed en él.
Aunque su voz sacuda vuestros sueños como hace el viento del norte, que arrasa los jardines.

Porque igual que el amor os regala, así os crucifica.
Porque así como os hace prosperar, así os siega.
Así como se remonta a lo más alto y acaricia vuestras ramas más delicadas que tiemblan al sol, así descenderá hasta vuestras raíces y las sacudirá desarraigándolas de tierra.
Como espigas de trigo os cosechará.
Os desgranará hasta dejaros desnudos.
Os cernerá hasta libraros de vuestro pellejo.
Os molerá hasta conseguir la indeleble blancura.
Os amasará para que lo dócil y lo flexible brote de vuestra dureza.
Y os destinará luego al fuego sagrado, para que podáis convertiros en el sagrado pan para el sagrado festín de Dios.
Todo esto hará el amor con vosotros, para que conozcáis los secretos de vuestro propio corazón y así lleguéis a convertiros en un fragmento del corazón de la Vida.

Mas si vuestro miedo os hace buscar sólo la paz y el placer del amor, entonces mejor sería que cubrierais vuestra desnudez y os alejarais de sus umbrales hacia un mundo sin estaciones, donde reiréis, pero no con toda vuestra risa; donde lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas.

El amor no da sino a sí mismo, y nada toma sino de sí mismo.
El amor no posee ni quiere ser poseído.
Porque el amor se basta en el amor.

Cuando améis, no digáis: "Dios está en mi corazón", sino "Estoy en el corazón de Dios".
Y no creáis que podréis dirigir el curso del amor: será él quien si os halla dignos dirigirá vuestro curso.

El amor no tiene más deseo que realizarse.
Mas si amáis y no podéis evitar tener deseos,
que vuestros deseos sean éstos:

Fluir y ser como el arroyo que murmura su melodía en la noche.
Conocer el dolor de la excesiva ternura.
Caer heridos por vuestro propio conocimiento del amor, y sangrar plena y alegremente.
Despertar al alba con un corazón alado y dar gracias por otro día más de amor.
Reposar al mediodía y meditar sobre el éxtasis amoroso.
Volver al hogar cuando la tarde cae, y volver agradecidos.
Y dormir luego con una plegaria por el ser amado en vuestros corazones y con una canción de alabanza en vuestros labios.


El Profeta de Orfalís

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miércoles, 10 de abril de 2019

166. Las imágenes arquetípicas

No conozco una mejor manera de expresar la importancia del símbolo que estas palabras de Meister Eckhart: "Cuando el alma quiere experimentar algo lanza una imagen frente a sí y después entra en ella". Es una evocación de la imagen como umbral que conduce a nuevas dimensiones de significado. Las imágenes simbólicas son algo más que datos, son semillas vitales, portadoras vivas de la potencia de la psique humana. Las palabras de Eckhart también explican por qué es tan importante el estudio del símbolo y las imágenes arquetípicas en un mundo tan caótico y complejo como el nuestro.

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Alguien que pensaba publicar un diccionario de símbolos pidió consejo a Carl G. Jung. Su respuesta fue que no lo hiciera, puesto que cada símbolo requeriría un libro entero. Sin embargo, podemos encontrar la forma de eludir este obstáculo enfocándonos en una imagen específica. La imagen limita y al mismo tiempo abre nuevas perspectivas: es una imagen concreta, y el símbolo remite a su experiencia. Como bien dijo Paul Klee, "el arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible".

La poesía, como los símbolos, expresa lo que no se puede decir. Decía W.S. Merwin que "cuando los poetas despiertan, se hace de noche". Esta forma de ver hace que se trascienda el mundo a partir del mundo. Por supuesto que la interpretación de una imagen arquetípica no es única y pueden darse casos donde la experiencia y por tanto la lectura no coincida. Pero, como decía T.S. Elliot, "un poema pide otro poema". El simbolismo es patrimonio de la humanidad, un arte que construimos entre todos a lo largo de la historia. Un significado no excluye otro, y ese arte se ha manifestado en todo el mundo y todas las épocas desde que el ser humano pintó la forma imaginada de la psique por primera vez en las rocas y las paredes de las cuevas, en herramientas y objetos sencillos. Las mismas formas que sólo aparecen en los sueños y en las fantasías individuales. Sin embargo, como bien sabemos, un símbolo tiene la misteriosa virtud de unir disparidades. Las raíces etimológicas, el juego de los opuestos, la paradoja y la sombra, las maneras diferenciales en que diversas culturas han abordado una imagen arquetípica, todos estos recursos se han utilizado como vectores de significado.

Las energías simbólicas se encarnan en todos los aspectos de la vida mediante nuestras proyecciones inconscientes, que pueden confundir o aclarar. Por ello, los que nos dedicamos a su estudio debemos mantener la lealtad a la integridad de un símbolo y a las realidades empíricas a las que va asociado, ya que las imágenes arquetípicas se revelan en elementos específicos. Por ejemplo, los hábitos de relación de un elefante, su amor al agua, su tamaño voluminoso, sus enormes orejas y su trompa fuerte y flexible han hecho que se le asocie con las lluvias fecundas y el trueno, con la diosa Lakshmi, con la supresión de obstáculos y con la solidez y el peso de la esfera interior. Del mismo modo se pueden establecer conexiones rápidamente. Podemos analizar por ejemplo la Respiración como elemento arquetípico y después, quizá, sentir curiosidad por el Viento o un Ave. Después de todo, las imágenes arquetípicas están clasificadas en nuestro inconsciente. Encontrarnos con ellas es encontrarnos con una parte de nosotros mismos.

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miércoles, 3 de abril de 2019

165. La piedra negra

Como algunos de vosotros sabéis, de vez en cuando
escribo también algún texto para el blog de Escuela de Atención.
Pues bien, el de la semana pasada tuvo tanto éxito de audiencia
que he decidido traerlo aquí también, a la sede. Espero que lo disfrutéis


En el santuario frigio de Pesinunte (hoy en día la aldea turca de Bala-Hissar, no lejos de Ankara) se veneraba desde tiempos inmemoriales a la diosa madre Kybélê-Cibeles en forma de una piedra negra caída del cielo: un meteorito sacratísimo, digno de la más alta consideración por encarnar la presencia divina procedente de las alturas. La fama de sus milagros se extendía por todo el Mediterráneo. En el 250 a.C., durante la última guerra púnica, los cartagineses seguían amenazando las tierras itálicas, y los sacerdotes consultaron los libros sibilinos para saber cómo destruir al enemigo. “Buscad a vuestra madre”, fue la sibilina respuesta. ¿Qué madre? Lo aclaró el oráculo de Apolo: “Buscad a la gran madre de los dioses, que está en la cima del monte Ida”. Así, en abril de 204, llegó a Italia la piedra negra de Pesinunte, y fue recibida por el hombre que el Senado consideró el más santo de los romanos: Publio Escipión Násica. El meteorito fue colocado en el templo de la Victoria, sobre el monte Palatino. Dos años después Escipión el Africano, primo de Násica, derrotaba a Aníbal en Zama (cerca de Cartago, actual Túnez). Roma estaba salvada.

Otra Piedra Negra, Al-hadjar al aswad, está empotrada en la esquina exterior suroriental de la Kaaba (“dado”, por su forma casi cúbica), a una altura conveniente para que los peregrinos alcancen a besarla. Su tamaño se puede juzgar por la imagen de Muhammad que la repone en la Kaaba, como hemos visto más arriba. Su aspecto sugiere un origen volcánico o, mejor, meteórico. Según la tradición islámica la piedra celeste bajó encendida del cielo con un mensaje del arcángel Jibrail (Gabriel) para Ibrahim (Abraham). La Meca, a imagen de Jerusalén, es centro de la tierra; encima de la ciudad santa resplandece la Estrella Polar, centro del cielo. Al caer, la piedra perforó el firmamento y gracias a este boquete es posible la comunicación entre la tierra y el cielo. La Piedra Negra no es una piedra más, inerte e inanimada: cayó viva y luminosa y, como sus hermanas venidas de las alturas divinas, conserva la vida y el alma traída del cielo. La piedra impregnada de esencia espiritual no es sino un arquetipo planetario más. Los hajj, peregrinos de la Meca, hacen su juramento de fidelidad poniendo su propia mano sobre la piedra o, mejor besándola. Lo mismo ocurre en la Basílica del Pilar en Zaragoza, España, donde la imagen de la advocación mariana se encuentra sobre un betilo o columna de piedra que los fieles circundan y tocan y besan por una pequeña abertura. Del mismo modo, rodea a la Piedra Negra de la Kaaba un macizo marco de plata; la cara expuesta, tan resplandeciente y tersa, evoca los millones de labios que han descansado durante un instante de arrobamiento sobre ella, a lo largo de trece siglos.

La Piedra Negra es anterior al islam: era uno de los ídolos que se veneraban en la Meca mucho antes de la predicación del Profeta. Y en el mundo actual sigue siendo objeto de muchísima veneración, un ónfalos pétreo en cuya esencia divina creen mil quinientos millones de personas. No hay piedra en todo el orbe cuya sacralidad se compare a la de la Piedra Negra.

La Kaaba es ombligo y tumba: frente a la esquina de la Piedra Negra se encuentran dos sepulturas: la de Ismael, hijo de Abraham y progenitor de los árabes, y la de su madre, Agar, la esclava egipcia.

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