miércoles, 29 de mayo de 2019

172. Por qué la calvicie

La semana pasada ya planteamos el proyecto de dedicar tres entradas a los tres posibles significados etimológicos de mi nombre, César. La primera estaba referida al cabello (que podéis leer aquí). El segundo significado posible también es "cabellera", pero como una jocosa referencia a su pérdida. Así que hoy vamos a hablar del sentido simbólico de la calvicie.

La tonsura de San Francisco nos habla de su mudanza de una vida de privilegios a otra de servicio religioso. "Sermón a los pájaros", de Giotto. Basílica de San Francisco de Asís (c. 1300, Italia)

San Francisco, que en la pintura de Giotto está predicando a los pájaros, nació en Asís en un mundo de comodidades y privilegios. Después de una alocada juventud, renunció a su riqueza para dedicarse a una vida de pobreza y compasivo servicio a los pobres y enfermos. Cuando san Francisco y sus seguidores entraron en el clero de la Iglesia medieval, fueron tonsurados (del latín tondere, "trasquilar"), y sólo se les dejó una corona de pelo en la cabeza. En el fresco, el nimbo dorado que rodea la cabeza del santo se hace eco de la tonsura, que a su vez imita tanto la corona de espinas de Cristo como la de su divina realeza.

El cabello, ya lo vimos, puede ser una aspecto tan significativo de la identidad que su rapado voluntario suele experimentarse como un acontecimiento de elevada importancia. Desde la Antigüedad, el pelo se ha asociado a la belleza y, en los hombres, a su vigor sexual y generativo, dada la asociación del pelo con la cabeza y sus fluidos vivificantes. Quedarse calvo era visto como una especie de sequía, como los árboles secos que no dan hojas. Al mismo tiempo, en determinadas culturas y en la moda actual, a veces se considera que la calvicie revela y realza la belleza de la cabeza. La calva puede denotar una persona estudiosa, o un intelecto superior. No obstante, la historia de la caída de Sansón después de que Dalila le cortase el pelo da testimonio de la antiquísima noción de la eficacia mágica del cabello. Los hombres recurren a pelucas, implantes y medicamentos para invertir la calvicie no deseada. Y tanto a los hombres como a las mujeres puede resultarles profundamente traumático el sufrir la pérdida del pelo debido al envejecimiento, la enfermedad o la quimioterapia, pues puede perturbar e incluso alterar de forma permanente la imagen de uno mismo.

    
"Unadorned", fotografía de Katrin Brännstöm, 2001, Suecia

La noción del cambio interior es crucial para el significado simbólico de la cabeza desnuda. Afeitársela con fines rituales transmite la idea de consagración, iniciación y transformación espiritual. Al entrar en una orden religiosa (o en el ejército), uno renuncia a una parte de su individualidad por el bien del grupo, un sacrificio que se exterioriza mediante el rapado craneal. Como la cabeza de la muerte o la casi calva de un recién nacido, la del neófito que se la afeita para su iniciación representa una muerte y un renacimiento psíquicos.

Una cabeza rapada también puede significar un castigo, una degradación o algún tipo de deshumanización, como cuando tradicionalmente se rapaba a los criminales, o a las mujeres que confraternizaban con el enemigo en la guerra. En el caso contrario, los monjes y monjas de las órdenes religiosas hindúes, budistas y cristianas, al afeitarse la cabeza, hacen visibles su votos, cortan la conexión con el imperativo de la atracción sexual y se exponen a la influencia directa de lo sagrado.

La fuerza simbólica de la calvicie tal vez radique precisamente en que expone la superficie de la cabeza: la sesera, el recipiente del entendimiento y el cambio potencial, el contenedor de los pensamientos e imaginaciones íntimos de uno. Aunque la calvicie se relaciona simbólicamente con la receptividad a lo espiritual y con la nueva vida, también evoca desnudez psíquica y física, así como una gran vulnerabilidad. La inevitabilidad del cambio puede requerir de uno que se resigne a estar calvo, pero una persona puede hacer una declaración rapándose el cráneo, en ese caso las imágenes del principio y el fin, lo masculino y lo femenino, la naturaleza y el espíritu pierden sus marcadas diferencias.

miércoles, 22 de mayo de 2019

171. Por qué el cabello

Esta misma mañana estaba charlando por WhatsApp con una amiga sobre la etimología de nuestros nombres. El mío, César, es de origen latino. Sin embargo, su etimología está discutida. Y me apetece contaros, a lo largo de tres entradas, los tres significados que puede tener este nombre. Asimismo, os animo a ponerme en los comentarios la etimología de vuestros nombres, que muchas veces resultan sorprendentes. En lo que respecta al mío, como he dicho, tiene tres significados posibles: cabellera, cabellera en un sentido jocoso de pérdida de la misma, es decir, calvicie; y elefante. Hoy vamos a hablar del sentido simbólico de la cabellera, del pelo. Su iconografía es abundante y maravillosa en sus facetas. Y para prueba, una imagen.

La imagen puede contener: una persona, interior
La santa cristiana María Magdalena, envuelta en su cabellera roja, rodeada por las ocho historias que se atribuyen a su vida. Retablo de madera, obra del Maestro de la Magdalena (c. 1280, Italia)

Sin adornos e ignorada por su dueña, la melena suelta de María Magdalena vela el cuerpo desnudo de la, según la tradición cristiana, pecadora arrepentida. El cabello pelirrojo ha significado ardor erótico y disipación sexual, un temperamento fogoso e impredecible, la ira del dios Marte y el misterio de la brujería y el Diablo.

El pelo es increíblemente potente. Puesto que los folículos de la raíz yacen invisibles bajo la piel, se asocia el cabellos a ideas, anhelos y fantasías interiores y, por tanto, involuntarios. Inconscientes. Su aspecto nos dice algo sobre el estado de la "cabeza" que hay debajo. Un pelo sucio, enmarañado y lleno de piojos nos habla de perturbación mental, pero también de retiro ascético y menosprecio por lo mundano y corporal. Al contrario, los ordenados rizos que aparecen en la iconografía tradicional del Buda reflejan serenidad e iluminación espiritual. El dios Apolo es presentado con cabellos dorados de corte clásico que recuerdan al Sol, mientras que Dionisos aparece con el pelo oscuro, caótico y enredado como las vides silvestres. El cabello negro y rebelde de Harry Potter es señal de ideas poco comunes y habilidades mágicas. El largo cabello de Sansón denota su condición de nazareo (del hebreo nazir, "apartado para Dios"), y ese pacto con Dios le otorga su proverbial fuerza sobrehumana.

El cabello de Sansón, "que ninguna navaja había tocado nunca", es cortado por los filisteos mientras duerme en las rodillas de la traicionera Dalila. Con el corte de pelo se esfuma su fuerza sobrehumana. Sansón y Dalila, de Carlo Cignani (1628-1719)


El pelo tiene ADN y, por tanto, está determinado por la raza, la etnicidad y el sexo, pero el corte o el peinado pueden revelar por su parte individualidad o conformidad, libertad o inhibición, e incluso la religión, profesión e ideas políticas de su dueño y los ídolos o los modelos con los que se identifica. La vitalidad capilar es de igual modo impresionante. Como las células de cada pelo dejan de vivir cuando éste aflora a la superficie, cortar el pelo no duele. Además, los cabellos que se acaban cayendo son constantemente reemplazados por otros. El pelo parece tener vida propia, continúa creciendo después de la muerte, y los antiguos cadáveres humanos fosilizados que presentan cabellera dan la espeluznante visión de estar vivos.

Los ritos de llegada a la mayoría de edad requerían recoger la cabellera suelta de la juventud, cubrirla con un turbante o pañuelo, u ordenarla en complejos peinados y adornarla para significar la adquisición con pleno derecho de la calidad de miembro de la tribu o cultura, así como la asunción en el nivel de responsabilidad, del adulto. Las canas evocan, según para quién, madurez, autoridad, sabiduría o decadencia. El corte de pelo de "estilo paje" adoptado por las mujeres a principios del siglo XIX, coincidiendo con los movimientos sufragistas y feministas, la invención de la bicicleta y la renuncia al corsé, expresaba una mayor autodeterminación y libertad. Algunos indios americanos varones que llevan trenzas las deshacen en los momentos en los que tienen que guardar luto; afeitarse la cabeza es frecuente entre los hombres hindúes, y mesarse el cabello, cortarlo o taparlo son formas de mostrar aflicción o guardar las distancias.

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El espectacular peinado de esta máscara-cimera de madera y piel animal de principios del siglo XX (Nigeria) está seguramente inspirado en la sofisticada peluquería que adornaba las cabelleras de las mujeres de esta región tras entrar en la edad adulta

El pelo es exquisitamente sensual y magnético. El de un varón, mientras lo conserva, denota fuerza, virilidad, juventud, atractivo sexual y potencia, cualidades de las que puede sentirse despojado con la calvicie (de la que hablaremos la semana que viene). Una mujer cepillándose la melena, recogiéndosela, soltándola en cascada como señal de receptividad, sacudiéndola como un caballo sus crines, pasándose los dedos por entre el pelo, o el cabello muy corto que realza con majestuosidad la forma proporcionada de la cabeza que corona el cuerpo: todas ellas se han convertido en imágenes eternas de la belleza, la fertilidad, la seducción, la creatividad, la vivacidad y la gracia. 

Pero también hay un lado oscuro. Se decía que a los ángeles del cielo les atraían tanto las gloriosas cabelleras femeninas que las ansiaban para sí, de manera que se exigió a las mujeres que se cubrieran la cabeza para entrar en la iglesia o el templo, para connotar la relegación de sus brillantes pensamientos y palabras al silencio. En Verdezuela (Rapunzel), el cuento de los hermanos Grimm, la niña que ha sido encerrada en una torre por una hechicera tiene un cabello increíblemente largo y magnífico que tiene que llevar recogido en trenzas. Representa la situación crítica de un alma poseída o atrapada, en la que, hasta que es liberada, la potencialidad de oro de la imaginación verdadera es reemplazada por fantasías idealizadas, ilusorias; y la personalidad, soñadora y aislada, pierde la capacidad de echar raíces en la realidad o vivir creativamente en el mundo.

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La divina Afrodita peinándose el cabello, que parece las olas del mismo mar del que nació, ha sido una imagen repetida durante siglos por míticas sirenas y mujeres muy humanas (Afrodita de Rodas, c. 100 a.C.)

El Libro de los Símbolos

miércoles, 15 de mayo de 2019

170. ¿Quién fue San Isidro?

San Isidro, o Isidoro, es el patrón de los agricultores de todo el mundo, y patrón de Madrid y de España junto con Santiago Apóstol. Su fiesta se celebra el 15 de Mayo, en los idus de Mayo, una fecha muy bien pensada para colocar esta festividad, siendo agricultor. La iconografía tradicional de San Isidro le representa con una casaca marrón, con un cinto grueso, una gola blanca en el cuello y lleva la pica y la quijada. Lo cual no deja de ser curioso, porque San Isidro vivió en el siglo XI, y por ese entonces la gente no llevaba gola. Entonces, ¿por qué se le representa así? Porque a San Isidro le hicieron santo en el siglo XVII. Y esto nos tiene que escamar. ¿Cómo es que a un señor que vive en el siglo XI le canonizan en el XVII? Pero si la gente se habrá olvidado ya de él… y ahí está la historia, que no se han olvidado.

La historia es que durante 600 años los cultos a San Isidro están vivos y permanecen en el tiempo, pero no es santo. Y esta es la tragedia de San Isidro para la Corona española. Existen más de 30 cartas de los distintos reyes de España (Felipe II, Felipe III…) a Roma pidiendo que por favor canonicen a San Isidro porque se les ha ido de las manos y la gente lo celebra como si fuera santo. Pero hasta el siglo XVII nada, y fue únicamente por el folclore y la devoción del pueblo. Como siempre, en realidad.

Esta es la imagen más antigua que tenemos de San Isidro Labrador (en el extremo derecho). Está pintada sobre una piel de carnero en el siglo XIII, y por lo tanto es uno de los tesoros arqueológicos de Madrid. Esta pintura decora el Arca de las Reliquias de San Isidro, y está custodiado en la Capilla Mayor de la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena. Y cuidado, porque esta pintura tiene uno de los mayores escándalos iconográficos de Madrid: Isidro está representado con aureola, símbolo de santidad, cuando no era santo en el siglo XIII. Pero lo pintan santo y lo consideran santo. Y desde ese mismo siglo XIII hay toda una liturgia, unos cánticos, unos rezos… La mujer que hay al lado de Isidro es su mujer, María Toribia, rebautizada en el siglo XIX como Santa María de la Cabeza. ¿Por qué esta veneración a un señor que ni era sacerdote ni nada, que era un hombre de Madrid, casado, de los de toda la vida? Porque hacía cosas extraordinarias.

Primeramente, el nombre. Isidro, o Isidoro, ya es un nombre extraño. Hay otro gran Isidoro en la historia de España que es el arzobispo de Sevilla, Isidoro de Sevilla. A comienzos del siglo XI, el rey Fernando de Castilla financia una expedición a Sevilla para rescatar de los moros las reliquias de las Santas Justa y Rufina y guardarlas en un nuevo templo que están construyendo en León. El rey busca sus restos pero no los encuentra, y ellas se aparecen al monarca en un sueño y le dicen que no va a encontrar sus restos, pero que a cambio va a encontrar los del arzobispo Isidoro. Y en efecto, lo encuentran y emprenden el viaje de vuelta haciendo varias paradas por el camino, entre ellas, Magerit (Madrid). Y debió ser en ese momento en el que nació Isidro, por eso le pusieron ese nombre, seguramente. Pero también es cierto que el nombre de Isidoro significa «regalo de Isis», y dedicándose a lo que se dedicaba el señor resulta un poco sospechoso.

Para empezar, Isidro vive extramuros, es decir, donde viven los moros ya expulsados de la ciudad. Él vive de niño la reconquista de Madrid en 1083, dos años antes de la reconquista de Toledo, y cuando todos los cristianos se van a vivir dentro de la muralla, su familia decide quedarse a vivir con los moros (la zona que hoy se llama Puerta de Moros (cerca de la Iglesia de San Andrés). Isidro trabaja para un señor de Madrid llamado Iván o Juan de Vargas, y es jornalero a sueldo, por lo que todas las mañanas tiene que cruzar el río por lo que hoy llamamos el Puente de Segovia para ir a trabajar. Pero según una biografía del siglo XIII, aparte de ser agricultor asalariado, tenía una destreza extraordinaria, y es que era zahorí, es decir, podía encontrar agua. Esto en Madrid no es baladí, ya que nunca ha sido una ciudad que se haya alimentado de su «gran» río (el río es una birria y pilla abajo de la ciudad, por lo que tampoco se podía estar subiendo y bajando agua birriosa de un río birrioso). Y tampoco hace falta, porque Madrid está lleno de aguas subterráneas, por lo tanto, aquí quienes van a tener interés van a ser aquellos que sean capaces de localizar dónde está el agua. Y éste es San Isidro, un zahorí. Y cuidado, porque estamos hablando de una estirpe muy importante en la historia de la humanidad, personas dotadas con una capacidad extraordinaria de hacer brotar agua en distintos lugares por sus muchos conocimientos y sus mejores aptitudes. Es decir, era San Isidro el pocero, el que encontraba los pozos.

Y será mejor que hoy lo dejemos aquí. La próxima vez hablaremos de los milagros vinculados a San Isidro, que no son pocos, y son muy interesantes. Ultreia!


miércoles, 8 de mayo de 2019

169. ¿En qué creen los ateos?

Un artículo de Juan Arnau publicado en Babelia

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La frase “Soy ateo gracias a Dios” se atribuye a Buñuel y tiene las dos cualidades que Sócrates reclamaba para la filosofía: ironía y mayéutica. La primera es evidente, hace sonreír; la segunda arroja luz sobre una idea del pensamiento védico y de místicos cristianos (Böhme, Eckhart): aunque te esfuerces en negarlo, él mismo (o ella misma, si hablamos de la conciencia) hace posible tu negación. Por él hay algo en lugar de nada (Leibniz), por ella es posible el amor intelectual a lo divino (Spinoza), único modo de tocar lo eterno. Pero todas esas son visiones del pasado. Hoy, la forma más genuina de ser religioso es ser ateo (Panikkar).

Un libro reciente, Siete tipos de ateísmo, de John Gray, desgrana el complejo legado de las tradiciones ateas. Gray no deja títere con cabeza. Desde los fieles de la fe laica en el progreso hasta las grandes teorías de la evolución social, de Spencer a Marx. La muerte de Dios deja una vacante para diversos ídolos: los delirios positivistas de Auguste Comte, la mojigatería racionalista de Stuart Mill, el magnetismo animal de Mesmer o algunas opiniones de Kant y Voltaire: “El racismo y el antisemitismo emanan de creencias centrales de la Ilustración”. Ejemplos más próximos: el ultraindividualismo de Ayn Rand, los delirantes memes de Richard Dawkins o el transhumanismo que aspira a subir la mente al ciberespacio. Todos ellos proyectos de autodeificación, ya sea del individuo o de la sociedad. Gray considera que la creencia en la especie humana como “agente colectivo”, que se fija grandes proyectos y los realiza en la historia, es un mito heredado del monoteísmo. O bien la humanidad (o un sector de ella) juega a ser dios, o bien los humanos acaban convirtiéndose en dioses.

Resulta difícil definir el ateísmo y condensarlo en una única fórmula. Comparto la antipatía de Gray ante cierto ateísmo opresivo y claustrofóbico que reproduce las manías del monoteísmo. Quizá se deba a que los valores tienen algo de genético y no podemos renunciar del todo a los que hemos heredado o respirado en la infancia, ya sea a favor o en contra. Enemigo implacable del cristianismo, Nietzsche fue también un pensador cristiano. Veía en el animal humano una necesidad de redención; el nihilismo era evitable si éramos capaces de crear el sentido perdido tras la muerte de Dios. El Übermensch debía desempeñar esa función, comparable a la del redentor. Gray es un ateo encantado de vivir en un mundo sin dioses o con un dios innombrable. Pero se declara enemigo del ateo militante que, aunque niegue serlo, es el peor creyente de todos, tedioso y poco inspirador (la nada no necesita propaganda), y rescata a ateos como Santayana, que amaban la religión, o como Schopenhauer, cuyo único dios era la música. Curiosamente, el libro declina en brillantez cuando habla de ellos.

El último barómetro del CIS señala un porcentaje histórico de no creyentes en España, hasta el 27%, que alcanza casi el 50% en el caso de los jóvenes. Podemos vivir sin iglesias, pero ¿podemos vivir sin religión? Las religiones no son teorías del universo, sino intentos de dar sentido a la experiencia. Si nos atenemos a la etimología, ¿podemos vivir sin estar religados al mundo y al paisaje? En su definición de lo religioso, los antropólogos recurrieron al concepto de lo sagrado. La religión no era un asunto de creencias (en un Creador, los milagros o los beneficios de la oración), sino de prácticas sociales. El enfoque que dejó claro que la religión no podían definirla los curas y pasó a considerarse un artefacto cultural con al menos tres elementos: literatura sagrada, comunidad sagrada y prácticas rituales. Durkheim adoptó el funcionalismo y lo sagrado pasó a ser un factor de cohesión social. Pero, desde Newton, el empuje de la ciencia venía desalojando lo sagrado de la vida civil. Marx lo convirtió en un narcótico idiotizante, Freud en una neurosis, y lo sagrado, tan arraigado en la psique humana, se sintió acorralado. Entonces dejó de apuntar a una trascendencia para volverse sobre sí mismo, sobre lo social. Esa es la tesis de Roberto Calasso en La actualidad innombrable. La era moderna vive ensimismada con lo social. Marcel Mauss lo vio claro: “Si los dioses, cada uno a su hora, salen del templo y se hacen profanos, vemos que lo relativo a la propia sociedad humana (la patria, la propiedad, el trabajo, el individuo) entra en el templo progresivamente”. Las sociedades seculares modernas se rinden culto a sí mismas. Son sociedades ensimismadas, que no miran más allá de su propio ordenamiento y no buscan modelos en el cosmos o la fisiología, sino en la historia misma de sus instituciones, declaraciones y conquistas. Pero la sociedad completamente secularizada es la menos secularizada de todas, pues todos los delirios, fantasmagorías y alucinaciones que antes se asociaban con lo sagrado se vierten ahora en lo social. La religión de nuestro tiempo es la “religión de la sociedad”.

Ernst Bloch es un buen ejemplo de ateo que invoca concepciones monoteístas. Filósofo de las utopías y las esperanzas, de prosa telegráfica y coqueta (juega al escondite con el lector), recorre el Antiguo Testamento en busca de las semillas del ateísmo. “Sólo un ateo puede ser un buen cristiano”, afirma. Frente a la religión del Dios original, elige el Dios futuro del Éxodo: “Yo seré el que seré”. La zarza ardiente revela el sueño de lo incondicionado, cuya andadura culmina en el bolchevismo. Muy en la línea de otro libro, Sobre la religión, donde Marx la coloca “ante el tribunal de la filosofía” (hegeliana). Tras su fracaso como modelo político, el náufrago del marxismo regresa como espectro de la tradición mesiánica y clama justicia para todos, aquí y ahora. Marx considera que la idea de Dios surge en la historia porque la vida está asediada por la miseria, pero ese Dios tiene una naturaleza ilusoria y sólo existe en la mente de sus fieles (no olvidemos que Marx identifica lo real con lo material). Los dioses son siempre locales: de haber nacido en la India, donde lo mental tiene más realidad que lo material, Marx hubiera sido considerado un escritor piadoso. Y en cierto sentido lo fue, no tanto por postular una lógica de la historia que culmina en la revolución (redención), sino porque esa Biblia subterránea de la que habla Bloch, que resurge una y otra vez en Occidente en forma de prefiguración utópica, es un fenómeno mental (o de conciencia política, como se prefiera). Ambos libros se complementan con una documentada Historia del ateísmo femenino en Occidente, cuya finalidad es desmentir el prejuicio de que las mujeres no participaron en la creencia de que Dios no existe.

Santayana amaba la religión, pero deploraba el monoteísmo beligerante y proselitista, que pretendía imponer su modelo a la diversidad de los pueblos. Si diseccionamos un conjunto cualquiera de valores, enseguida observamos que no siempre son coherentes entre sí. No sólo es imposible que todos los seres humanos vivan de acuerdo con una misma moral, sino que la idea de una moral única está llena de peligros y contradicciones. Ningún conjunto de creencias o prácticas vale para todo el mundo, ya sean individuales o sociales. Mantener esta postura hace aparecer el fantasma del relativismo. Pero el valor es siempre algo relativo a la vida, una dignidad que puede adquirir una cosa para un ser vivo y para ello debe ajustarse a necesidades vitales. Los valores no pueden derivarse de los hechos pues sin ellos no podríamos siquiera percibir, tampoco pueden ser objetivos, porque no es posible abstraerlos de los organismos que los sostienen. En este sentido, la ironía, el humor y el pensamiento nómada son eficaces ante ruidosos dogmas.

Fritz Mauthner, cuya historia del ateísmo fue libro de cabecera de Samuel Beckett, sostenía que los ateos debían renunciar no a la creencia en Dios, sino a la idea misma de Dios, como proponía Eckhart. En este sentido, la teología negativa se aproxima al ateísmo del silencio, un ateísmo contemplativo que prescinde de presuntos mejoradores del mundo. Curiosamente, un ateo que niegue al creador puede afirmar que lo divino está en todas partes, aunque nada pueda decirse de ello. Es como volver al origen, cuando el primer filósofo, Tales de Mileto, dejó dicho que todo estaba lleno de dioses.




miércoles, 1 de mayo de 2019

168. Del matrimonio

Nacisteis juntos y juntos permaneceréis para siempre.
Aunque las blancas alas de la muerte dispersen vuestros días.
Juntos estaréis en la memoria silenciosa de Dios.
Mas dejad que en vuestra unión crezcan los espacios.
Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros.
Amaos uno a otro, mas no hagáis del amor una prisión.
Mejor es que sea un mar que se mezca entre las orillas de vuestra alma.
Llenaos mutuamente las copas, pero no bebáis sólo en una.
Compartid vuestro pan, mas no comáis de la misma hogaza.
Cantad y bailad juntos, alegraos, pero que cada uno de vosotros conserve la soledad para retirarse a ella a veces.
Hasta las cuerdas de un laúd están separadas, aunque vibren con la misma música.
Ofreced vuestro corazón, pero no para que se adueñen de él.
Porque sólo la mano de la Vida puede contener vuestros corazones.
Y permaneced juntos, mas no demasiado juntos,
porque los pilares sostienen el templo, pero están separados.
Y ni el roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro.

El Profeta de Orfalís

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