miércoles, 10 de enero de 2018

106. ¡Oh, Jerusalén!. La historia de los judíos

El pasado mes de Diciembre publiqué un vídeo en YouTube dedicado al Sionismo, en el que hacíamos un breve análisis de la situación de conflicto entre israelíes y palestinos a raíz de una noticia que publicaron los medios internacionales: que Donald Trump había decidido reconocer Jerusalén como capital del Estado de Israel a nivel institucional, planeando incluso trasladar sus embajadas ahí. La ONU lamentaba tal decisión y pedía al presidente norteamericano que no añadiese más leña al fuego. Aquí podéis ver nuestro análisis:


Lo cierto es que en ese vídeo me vine un poco arriba en pos de la causa palestina, de modo que sirva esta entrada para hacer un poco de justicia hacia el pueblo judío, que si bien considero que no están teniendo ninguna consideración hacia sus vecinos, tampoco la historia se lo ha puesto fácil. Aunque claro, actualmente quienes están perdiendo batallas y poco a poco la guerra, son los palestinos. El pasado viernes 5, el medio online www.elsaltodiario.com se hacía eco de una noticia que tenía como protagonista al adolescente palestino Musab Tamimi, la primera víctima del Estado de Israel en 2018 (podéis leer la noticia aquí). Pero no he querido escribir esto para atacar de nuevo a las políticas de Israel. Un último dato: tal y como decíamos en el vídeo, el final del conflicto parece irremediable. Los judíos están comprando y robando todo el terreno a los palestinos, fijándose la deplorable situación a lo largo de los años. Quién sabe, pero si no se toman cartas en el asunto la tierra de los palestinos habrá desaparecido en 2020, convirtiéndose el pueblo palestino en otro refugiado más como los kurdos o los rohingyas. Una triste gracia.

 Resultado de imagen de territorio de israel y palestina evolución

Ahora sí, entramos en materia. Como quiero ser justo con el pueblo judío, he decidido compartir con vosotros un pasaje de un libro que me tiene cautivado: Oh, Jerusalén, escrito por Dominique Lapierre y Larry Collins. Es un libro que me prestó mi amigo, maestro y mentor Jaime Buhigas, un trabajo esencial para comprender las raíces del conflicto árabe-israelí. Al respecto me gusta recordar las palabras que pronunció el propio Dominique Lapierre en junio de 2008 cuando el periódico El País le hizo una entrevista a raíz de la adaptación al cine del libro. El autor dijo: "Soy un niño de la II Guerra Mundial. Si en 1942 me hubiesen preguntado si Francia y Alemania podrían firmar la paz, habría respondido que no. Un día en la televisión vi a De Gaulle y Adenauer darse la mano. ¡Fue una sorpresa divina! Pero Francia y Alemania no son Israel y Palestina. Ni Dios está detrás de la tierra. Dios nunca prometió que Alsacia sería francesa o alemana. En su caso, Dios ha prometido la misma tierra a dos pueblos diferentes. Esa dimensión divina lo complica todo." 

El escritor francés Dominique Lapierre, ayer en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
El escritor francés Dominique Lapierre en junio de 2008 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Si queréis leer el artículo completo, que merece la pena, aquí os lo dejo

UN CAMINO LARGO Y DOLOROSO
Largo y doloroso había sido para el pueblo de Ben Gurion el camino hacia aquella libertad. Desde la primera aparición de sus antepasados, los hebreos, sobre la tierra prometida por Dios a su jefe Abraham, hasta la votación de aquella noche (29 de noviembre de 1947), habían transcurrido cuatro milenios de sufrimientos y luchas. Recién llegados de su Mesopotamia natal, los hebreos habían sido expulsados y condenados a mil años de emigraciones, de esclavitud y luchas, antes de volver de nuevo, conducidos por Moisés, y fundar al fin, en las colinas de Judea, su primer Estado soberano. Pero su apogeo bajo el gobierno de los reyes David y Salomón apenas duró un siglo. Establecidos en la confluencia de las grandes rutas de áfrica, Asia y Europa; instalados sobre una tierra convertida en una perpetua tentación, hubieron de sufrir, durante otro milenio, los asaltos de los imperios vecinos. Asiria, Babilonia, Egipto, Grecia y Roma se sucedieron uno a otro para destruirlos, infligiéndoles dos veces el castigo supremo del exilio y de la destrucción del templo erigido sobre el monte Moria a la gloria de Yavé, primer Dios único y universal. Pero de esta doble dispersión y del cortejo de calamidades que los acompañaron iba precisamente a nacer y perpetuarse en ellos el vínculo carnal y místico a la tierra ancestral. Las naciones del mundo acababan de admitir aquella noche la razón que los asistía (los autores se refieren a la votación de la ONU sobre la creación del Estado de Israel).

Las vicisitudes del pueblo judío empezaron con el desarrollo de una religión que predicaba, sin embargo, el amor. En su ardor por convertir a las masas paganas, los primeros Padres de la Iglesia cristiana se esforzaron en poner de relieve la fosa que separaba el judaísmo de la nueva fe que ellos difundían. Codificando esta voluntad mediante textos jurídicos, el emperador bizantino Teodosio II condenó al judaísmo a la segregación e hizo de los judíos un pueblo aparte, según la ley. A continuación, Dagoberto, rey de los francos, los expulsó de las Galias y los visigodos de España se apoderaron de sus hijos para convertirlos al cristianismo. En el siglo VI, otro emperador bizantino, Heraclio, puso fuera de la ley el ejercicio del culto hebreo. Con las Cruzadas llegó una persecución sistemática. Los sarracenos vivían lejos y eran peligrosos; los judíos vivían en cada país de Europa al alcance de su mano, y los combatientes de la fe cristiana podían saciar más pronto y fácilmente sobre ellos sus pasiones religiosas. Para justificar sus acciones, al grito de Deus vult! - ¡Dios lo quiere! - arrasaban todas las comunidades judías que encontraban en su camino hacia Jerusalén.  

La mayor parte de los Estados negaban a los judíos el derecho a la propiedad de la tierra. Les estaba igualmente vedado el acceso a los gremios artesanos y mercantiles de la Edad Media. Un edicto del Papa prohibiendo a los cristianos el comercio de la plata hizo que los judíos fueran relegados al infame oficio de usureros. La Iglesia prohibía a los cristianos, además, trabajar para los judíos e incluso vivir entre ellos. Esta discriminación alcanzó su punto culminante en 1215, cuando el cuarto Concilio de Letrán decidió hacer de los judíos una verdadera especie aparte, obligándolos a llevar una señal distintiva. En Inglaterra era una insignia que representaba las Tablas de la Ley sobre las que Moisés había recibido los diez mandamientos. En Francia y Alemania era una O de color amarillo, precursora de la estrella amarilla que eligiera el Tercer Reich para designar a las víctimas de sus cámaras de gas.

Eduardo I de Inglaterra y Felipe el Hermoso en Francia expulsaron de la noche a la mañana a los judíos instalados en sus reinos, lo cual les permitió apropiarse de la mayor parte de sus bienes. Se acusó a los judíos de cometer muertes rituales de niños y de extender la terrible peste negra emponzoñando los pozos con un polvo hecho de arañas machacadas, ancas de rana, lagartos, intestinos de cristianos y hostias consagradas. Después de esta acusación, más de doscientas comunidades judías fueron totalmente exterminadas. 

Durante estos siglos de crueldad, el único país donde los judíos pudieron llevar una existencia casi normal fue la España de los califas. Allá, bajo la radiante dominación de los árabes, el pueblo judío prosperó como nunca jamás durante todo el tiempo de su dispersión. Pero la Reconquista cristiana puso fin a esta excepción. En 1492, el mismo año en que Fernando e Isabel enviaron a Cristóbal Colón al descubrimiento de los nuevos continentes, los monarcas desterraron, a su vez, a los judíos de España.

En Prusia, los judíos no tenían derecho a circular en vehículos ni utilizar los servicios de cristianos para encender sus fuegos del sábado. Como la del ganado, su entrada en la ciudad era concedida por un fielato. En la península italiana, la forma de tratar a los judíos no era menos inhumana. La posesión del Talmud constituía un crimen. Cada año, Roma, para divertirse, renovaba la antigua crueldad de los juegos del circo obligando a los judíos, que habían sido engordados como gansos, a correr medio desnudos en el Corso. Venecia enriqueció el vocabulario universal bautizando con el nombre de ghetto nuovo - la nueva fundición - el barrio de residencia obligada para los judíos. En los guetos de la mayor parte de las ciudades, el número de habitantes estaba fijado por la ley, y los jóvenes debían esperar, para casarse, a que un fallecimiento dejara una plaza vacante.

En Polonia, los judíos gozaron, durante cierto tiempo, de una cierta libertad y prosperidad casi comparables a las que en otro tiempo habían gozado en España. Incluso eran admitidos a ocupar importantes cargos en la administración. Cuando los cosacos se rebelaron contra los polacos, los judíos fueron sus principales víctimas. Con una ferocidad y un refinamiento hasta entonces sin parangón en la historia de las persecuciones antisemitas, los rusos hicieron desaparecer más de cien mil judíos en menos de diez años.

Cuando los zares extendían las fronteras de su imperio hacia el Oeste a través de Polonia, una nueva era de crueldades, parecida a la de la Edad Media, se abatió sobre casi la mitad de la población judía del mundo. Los zares depositaron y encerraron a los judíos en el mayor gueto de la Historia, la Zona de población, situada en la frontera occidental. Los jóvenes estaban obligados a la conscripción desde la edad de doce años y por un período de veinticinco años. Impuestos especiales eran percibidos sobre la carne kacher y las velas del sábado. Las mujeres judías no tenían derecho a vivir en las grandes ciudades universitarias si no llevaban la insignia amarilla de las prostituidas. Y después del asesinato de Alejandro II, en 1881, las multitudes fueron oficialmente estimuladas para asesinar a los judíos. Una nueva palabra iba a nacer: la de pogrom, sinónimo de terror y muerte, que sonaría bien pronto de ciudad en ciudad a través de la inmensidad rusa. En lo sucesivo, esta población maldita de los países del Este sólo escaparía al exterminio replegándose sobre sí misma en un apego fanático a su religión y a la observancia apasionada de sus tradiciones.

Desde la Revolución francesa, los judíos de los países occidentales gozaron de una suerte más envidiable. En Francia, Alemania e Inglaterra, el siglo XIX los había liberado de las tutelas y habían favorecido su emancipación. Sin embargo, fue en la capital de los Derechos del hombre donde una mañana de enero de 1895, el destino de los judíos iba a tomar un giro decisivo. (...)

Bandera de Israelדגל ישראל

Los colores escogidos para la bandera (diseñada por el movimiento sionista en 1891 pero adoptada por el Estado de Israel el 28 de octubre de 1948) fueron el azul y el blanco, los colores del taled, la ritual capa de seda con que los judíos se cubren los hombros durante la oración

No hay comentarios:

Publicar un comentario