miércoles, 10 de julio de 2019

178. En el cristianismo primitivo, casi nada es lo que parece


Hasta hace pocos decenios, digamos hasta la mitad del siglo XX, la inmensa mayoría de las gentes que se proclamaban creyentes creían a pies juntillas lo que la Biblia cuenta de los orígenes del mundo y la historia sagrada del judaísmo. Y respecto a la segunda parte de este corpus de escritos, el Nuevo Testamento, ocurría lo mismo: el marco conceptual en el que se situaba Jesús de Nazaret, con sus historias y su interpretación, junto con los esquemas de la vida cristiana, su moral y cosmovisión formadas en torno a la figura de aquel, se correspondía bastante bien con lo que una lectura rápida del Nuevo Testamento ofrecía a primera vista. Hasta mediados del siglo XX lo que sobre Jesús y la Iglesia creía un cristiano medianamente instruido en su fe no se diferenciaba apenas de las creencias de un mismo cristiano de los siglos III y IV. La Biblia era en Occidente, entre las masas, un obligado referente literario-histórico, un marco mental ordinario, tomado por la mayoría casi al pie de la letra.

Pero hoy en día el panorama ha cambiado bastante. Hoy el marco mental bíblico casi ha muerto y ha sido sustituido por un esquema cultural, al menos en apariencia, derivado de las ciencias de la naturaleza, sobre todo la física, la química y la astronomía. Y, por otra parte, de la mirada crítica sobre los orígenes del cristianismo y la visión respecto al Nuevo Testamento se ha mudado hacia una tesitura especialmente crítica. La crítica histórica, el análisis detenido y despiadado del Nuevo Testamento - comenzado en serio ya en la Edad Media entre estudiosos judíos, continuado por los investigadores de la época de la Ilustración - se ha convertido hoy en moneda común. El panorama general del origen del cristianismo y la interpretación de sus figuras señeras a través del estudio de los textos neotestamentarios se ha transformado radicalmente gracias al empleo masivo de los métodos histórico-críticos y de otras disciplinas adyacentes como la arqueología, la sociología, la antropología y la historia comparada de las religiones. El fruto de esta labor es que la duda y el escepticismo se ha apoderado del ámbito de los resultados acerca del Nuevo Testamento en sí, de su formación e interpretación, y de la intelección correcta del significado de sus figuras señeras, como Jesús de Nazaret, Pablo de Tarso o el apóstol Pedro.

Pongamos algunos ejemplos importantes. Puede decirse sin reparo que el Nuevo Testamento que leemos hoy no es el testimonio del cristianismo primitivo, sino que - dada la pluralidad constatable de cristianismos en los dos primeros siglos - es solo el testimonio de la forma triunfadora de cristianismo, la paulina. Los demás, derrotados, no dejaron canon alguno de escrituras. 

No poseemos ningún testigo directo de los textos originales del Nuevo Testamento, sino que lo que leemos son copias de copias. Las más antiguas proceden de inicios del siglo III, en torno al 200. Y como la primera obra datable del Nuevo Testamento, la Primera carta a los tesalonicenses de Pablo, fue escrita hacia el 51 dC, no hay manera de llenar totalmente ese hueco de testimonios escritos de obras neotestamentarias de unos 150 años, entre el texto autógrafo y la primera copia.

El número de variantes entre los más o menos cinco mil manuscritos del Nuevo Testamento es de unas 500.000. Más de la mitad son variaciones ortográficas, pero existen miles de ellas que afectan al sentido. Y de las variantes serias puede haber unas 200 o más. Las iglesias jamás han determinado cuál es el texto auténtico del Nuevo Testamento, inspirado por el Espíritu Santo, sencillamente porque es imposible. El texto actual, reconstruido a través del estudio computarizado de todos los manuscritos divididos en familias, no corresponde a ningún manuscrito en concreto, sino que es el resultado de una mezcla ecléctica de las variantes de los mejores testigos.

Hay pruebas filológicas irrebatibles de que ninguno de los evangelios fue escrito en arameo, sino directamente en griego, y en fecha tardía tras la muerte de Jesús (probablemente en abril del año 30) entre cuarenta y setenta años después. Eso quiere decir que la transmisión de dichos de Jesús se hizo a base de traducciones. Y respecto a los hechos, la imagen del Jesús del Cuarto Evangelio (sic) es en muchos casos incompatible con la ofrecida por sus tres predecesores, los denominados convencionalmente Marcos, Mateo y Lucas. No conocemos en realidad quiénes fueron los evangelistas. Sus obras son todas anónimas. Desde luego esos autores no fueron testigos oculares, sino que utilizaron la tradición oral (con todos los inconvenientes de las deformaciones de la memoria) y fuentes escritas previas. Los nombres otorgados a esos presuntos autores fueron inventados, hacia la primera mitad del siglo II, con la buena intención de unir de algún modo su testimonio con el de los apóstoles y otros primeros seguidores de Jesús. El análisis comparativo entre ellos, y el contraste con lo que conocemos de la época, hace evidente que sus relatos son a veces inverosímiles. A menudo ni siquiera se compaginan con los propios datos internos de los evangelios mismos, o con lo que sabemos por fuentes exteriores. Tenemos pruebas filológicas e históricas de que el relato de la Pasión en concreto fue compuesto para que lo presuntamente sucedido se acomodara a lo que previamente se creía que debía ser el mesías cristiano; no para relatar lo que ocurrió en realidad. Nada sabemos prácticamente de la denominada vida oculta de Jesús, ni cuándo, ni dónde nació, apenas más que el posible nombre de sus padres, José y María, que fue quizás un carpintero, que tuvo hermanos y hermanas carnales. No sabemos cuánto duró su vida pública, si entre seis meses y un año (los meses alrededor de una fiesta de Pascua: evangelios de Marcos, Mateo y Lucas) o si se alargó entre dos años y medio y tres años (el tiempo en torno a tres pascuas: Evangelio de Juan).

Cuando se leen críticamente los Evangelios, la imagen que se obtiene de Jesús es la de un trabajador manual, a la vez maestro autodidacta de las Escrituras sagradas judías, la de un profeta apocalíptico, que jamás se creyó hijo físico y real de Dios, sino metafórico, que predijo la inmediata venida del reino de Dios sobre la tierra de Israel, siguiendo las imágenes que habían proclamado los profetas clásicos. Ignoramos en la mayoría de los casos en qué sentido empleó la enigmática frase del "hijo de/del hombre". Obtenemos también la figura de un entusiasta religioso que probablemente al final de su vida se creyó el mesías prometido, y que fue crucificado por los romanos como sedicioso contra el Imperio. Ciertamente el reino de Dios - que presupondría por ejemplo, la eliminación del poder romano sobre Israel - cuya inminente venida proclamaba Jesús, era un reino totalmente incompatible con las estructuras del Imperio. 

La doctrina, la religión, la moral y el dios de este personaje eran totalmente judíos. Ello significa que ese Jesús de Nazaret, tal como lo reconstruye la historia crítica evangélica, no pudo ser de ningún modo el fundador del cristianismo, ya que ni se le pasó por la cabeza fundar religión nueva alguna. El cristianismo sólo nace tras la muerte de Jesús y como reinterpretación novedosa de su figura y misión. Todo esto es muy distinto de lo que piensan usualmente los cristianos.

Continuará....

Artículo de Antonio Piñero, catedrático de filología griega (emérito)
de la Universidad Complutense de Madrid aparecido en la revista
Claves de Mayo/Junio de 2019, número dedicado a la Religión

1 comentario:

  1. Llenar nuestros días con oraciones para así agradecerle a Dios por todo lo bueno que nos ha entregado.

    ResponderEliminar